Maratón de Valencia

La vida es demasiado corta como para no vivirla con intensidad. La vida es demasiado larga como para que a ratos el hastío no pueda apoderarse de nosotros. Y el maratón es una actividad en la que se percibe ésta paradoja de manera inevitable.

El domingo se juntaron siete mil historias personales de corredores y corredoras llenas de dudas pero con dos certezas: las ganas de invadir las calles de Valencia y el dolor que iban a soportar.

¿Y por qué?, ¿Qué necesidad tenemos de exponernos a nuestros límites físicos? ¿Qué placer encontramos en esto? ¿Qué puñetero sentido tiene la maratón en nuestras vidas?

Echo la vista atrás, hace 20 años que completé mis primeros 42 kilómetros. ¿Por qué sigo en esto de destruir mi organismo?

Ahora mismo, cuando todo ha pasado, siento un vacío muy grande. Después de tantas semanas previas de privaciones y de ilusiones sólo queda la sensación de ser un erial devastado, improductivo y absurdo. Llegar a meta se convierte en algo doloroso. Tan doloroso como la interrupción brusca de un sollozo.

He ingerido ya ésta maratón y por tanto se ha perdido para siempre dentro de mi estómago y la he hecho mía. Un lugar donde nadie se asomará, ni con mi mente y por supuesto mis emociones. Donde al destruirme me comprendo. Muerte risueña en la que me siento más a mí mismo y de una manera más real que las cosas externas y sensoriales. Denuedo de mi voluntad cansada e inerte: piernas que pararían si tuvieran fuerza ni siquiera un poco para dejar de moverse. Porque el movimiento es vida y arte que ayer se dieron la mano. La vida del que se ama y siente tanta pena de sí mismo que disfruta al dirigir el pensamiento voluntariamente hacia una meditación que pueda no ser nada.

Todos los corredores queremos mejoras, constataciones ciertas de nuestro avance. ¿Y qué pasa cuando el cuerpo se va agostando con los años? ¿De dónde saco el entusiasmo por correr?

Kilómetro 30: a partir de ahora ya no se corre con las piernas, sino con el corazón

Kilómetro 30: a partir de ahora ya no se corre con las piernas, sino con el corazón

La respuesta siempre es la misma: de dentro, de lo subjetivo. Me di cuenta por fin que las cifras son subjetivas y el camino es lo realmente objetivo y es la materia donde tienes que fijar tus atenciones. Porque el éxito o fracaso no entiende de cifras, de comparaciones, de retos que puedan ser expresados con palabras.

Intento jugar una partida de cartas con una baraja vieja, sucia e incompleta. Y siempre pierdo. Porque el juego consiste en perder ya que mi éxito se nutre de renuncias, de dolor y de precariedad.

Hace 20 años supongo que pensaría en éstas cosas. Todos tenemos un antes y un después de nuestra primera maratón. Me siento «culpable» de meteros (o de poder hacerlo en un futuro) el veneno de ésta bendita tortura.

El sábado, en la entrega de dorsales, estaba ella. Amparo de nombre, más cercana a los 60 que a los 50 años, cara de pan, sonrisa amable, voz dulce. Persona por la que pasábamos todos los corredores cuando queríamos apuntarnos al maratón siendo ella la recepcionista de un club humilde y popular de atletismo en una sede pequeña y coqueta situada en la calle Pintor Peiró. En 1.991 fui a recoger días después de la carrera mi primer diploma maratoniano hecho a mano  con letra heráldica. Ella presenció mi temeroso e ilusionante debut con 18 años y me sigue recordando. No sabemos quién recuerda más a quién. Es como una revelación para mí. Me da paz su mirada y su cariño. Ha envejecido desde entonces, lo hemos hecho los dos. A modo de sortilegio hoy le he dado un par de besos para darme suerte. Ella nada más verme ha esbozado su mejor sonrisa de madre. En éstos 20 años he corrido en 12 ediciones del maratón valenciano y siempre que la busco la encuentro. Y su figura, menuda y bronceada, es la representación humana de mi maratón, se agiganta a cada año. Podría imaginarme su vida sin errar, porque sólo puede ser una mujer buena, sencilla y cariñosa. Y cada año que pasa me resulta más bella porque tiene poso.

El pasado domingo a las ocho de la mañana me había citado con Jorge, amigo de la adolescencia que a su vez  había quedado con corredores que hacía años que no veía. Abrazos. Fotos de grupo. Cordialidad y nervios a partes iguales. Caliento y me dirijo al cajón de la élite (gracias a mi dorsal 60) y me rodeo de negritos y negritas, todos muy delgados. Mi hermano Pablo se encuentra en la primera fila de la multitud de corredores que no pueden acceder a éste lugar privilegiado. A las 8,59 se rompe la barrera y nos juntamos todos. Una avalancha que se apretuja a nuestra espalda pero respeta nuestro privilegiado lugar. Me abrazo brevemente a mi hermano, en esos momentos no hay necesidad de palabras, la tensión emocionada está presente en todos los corredores. Dan la salida con una traca de petardos. Cómo son los valencianos. ¡Qué cabrones! Hacen que me emocione, parece que sepan lo mucho que me gusta el ruido de la pólvora. Salimos del puente de Monteolivete, una riada multicolor que pugna por avanzar.

Nos estamos acercando al Km 1 y mi reloj marca 3.48. Me sonrío. Es el ritmo previsto con anterioridad. Me da confianza tener la exactitud metida en las piernas. La perfección cronométrica hecha virtud que llega después de tantos años de entrenos. Jorge está en bicicleta a mi lado observando. Hemos formado un grupo de 15 corredores. El destino hará que sus espaldas se conviertan a ratos en amigas compañeras y más adelante en torturantes espectros. Jorge me alaba el gesto, la facilidad de la zancada, la redondez de mis movimientos. Nos anima con frases muy acertadas. Sabe lo que dice, sabe lo que cuesta ir a 3.48 durante 42 kilómetros.

Llegamos al km 4, unos cien pitufos con la cara pintada de azul nos aplauden haciendo pasillo. Geniales. Han madrugado, se han disfrazado y los volveré a ver en el km 38 cuando, en sentido contrario, me encamine hacia la meta. Pararía. Los abrazaría uno a uno. Pero no debo. Y lo siento mucho.

Pasan los kilómetros. No voy a gusto. El glucógeno almacenado en las piernas en los últimos días me tiene atorado. Sé que es momentáneo y necesario. Intento no pensar. Disfruto de la carrera y de la ciudad. Actuaciones en directo, grupos encaramados en escenarios montados ex profeso  a pie de calle, vatios de sonido, guitarras y percusión en honor a los esforzados corredores. Los saludamos tímidamente. De nuevo querría parar y no debo.

Nos acercamos al km 10. Parece el Tour de Francia pero en mitad del paseo de la Alameda.  El público nos hace pasillo. La atronadora música y el griterío de cientos de gargantas consiguen que no sienta nada. Ni frio ni calor. Punto muerto en el esfuerzo. Nos aceleramos, es imposible no abstraerse a tanta felicidad. 3.40 minutos de irrealidad, de un deambular por este mundo como en un sueño. Será un trozo de mi vida borrado del mundo consciente y que me reservo para mí. Sólo yo lo entendería y sólo yo sabría comprenderlo. Como si de una caja negra de un avión se tratara, en la que entran y salen datos e información pero que nadie tiene acceso a ella. Y querría parar para quedarme a vivir allí, a presenciar el paso de los corredores que van por detrás. Saborear tantas buenas intenciones, tantas vibraciones positivas encerradas en tan pocos metros de asfalto. Pero no debo. Tengo que continuar y perderme el espectáculo.

En el kilómetro 14 está la calle Xátiva: el coso taurino y la Estación de Trenes. Principio y fin de muchas historias: de despedidas, de tardes de gloria, de pañuelos agitados, de vagones que salen o llegan, de apéndices ensangrentados, de espadas en las manos y en los corazones de muchos enamorados. Y sin previo aviso me invaden pensamientos grises, un avispero en mi mente tortura mi futuro inmediato. Pienso en la idea de un Ser Creador que cuida mi vida y también en mis padres. Hace que me sienta mucho mejor. Porque este maratón sé que me transformará, siempre lo ha hecho y siempre lo hará.

Mi cuñado Miguel me está esperando en el 16. Mis gafas ocultan mis ojos de susto. Porque nos alejamos del centro, de la meta, de la vida. Cruzamos el antiguo Cauce del Turia y nos dirigimos al Zoo. En su entrada una batucada disfrazada de zulús. Ritmo para las piernas y para las almas necesitadas de música y hambrienta de emociones, nos dirigimos a la media maratón: 1.20.42 es el registro. Estamos en la Avenida del Cid a la altura del Hospital General. Todo según lo planeado. El grupo es compacto hasta la inanición. Nos necesitamos y nadie quiere la pérdida de unidades. Pero esto es la guerra y habrá bajas. Las aceptaremos de buen grado porque la selva no entiende de sentimentalismos y de segundas oportunidades. La presa, quién sabe cuál será el más débil, no podrá escapar del león que sobretodo tiene paciencia, tanta como kilómetros quedan.

Sin previo aviso empiezo a escuchar la banda sonora de Carros de Fuego, han colocado altavoces a través de la Avenida de las Tres Cruces. Qué cabrones estos valencianos. Qué bien lo hacen, como me tocan la fibra. Y aprovecho para meterme en situación imaginándome por las playas de Bretaña como en la escena inicial de la película. Y la canción se repite una y otra vez mientras completamos los dos kilómetros de ida y los dos kilómetros de vuelta: cuatros kilómetros que saben a poco y que nunca querría que se acabasen. Me quiero parar pero no debo.

Y así vamos llegando al Km 26: zona de túneles hasta el 29. Y en ellos me sumerjo como en un sueño. Porque nadie habla y sólo se oyen las pisadas con sordina. Jorge, a mi lado en bici, recibe la paz que me embarga gracias a éste elocuente silencio. Un silencio que me parece fuera de lugar y a la vez necesario. La antesala de la batalla más dura de los últimos meses. Le cuento que estoy contento, muy contento. Porque, se lo explico muy despacio y muy claro, por muy mal que se dé las 2 horas 45 minutos están aseguradas. Y eso me hace feliz. Lo que quiero a partir de ese momento es disfrutar de verdad. Mi entrenamiento de los últimos meses le están diciendo a mi cuerpo que de ésta salgo vivo, porque la experiencia de mis más de 30 maratones con sus consiguientes sensaciones me apela a pelear con fe y esperanza. Me merezco este premio. Y a partir de ese  fogonazo me dedico a sonreír sin esfuerzo porque me siento pleno. Los kilómetros  30, 31 y 32 son de una alegría extrema. Sonrío tan abiertamente que el público me mira sorprendido. Observo sus ojos de perplejidad porque miran y no les cuadra. Y siento que floto. Cada metro es más gozoso, cada mirada correspondida un motivo de mayor felicidad. Quiero voluntariamente y como si fuera la última cosa que pudiera hacer en mi vida correr esos kilómetros que seguro se harán excesivos. Quiero entrar en ellos con fe y que sea ella la que me salve. Porque me van a dar la llave de no sé el qué pero siento la necesidad de abrir algo. El tarro de las esencias, la madre del cordero, la piedra filosofal, el elixir de la eterna juventud.

A partir del km 33 empieza un lento y progresivo deterioro. Nada alarmante. La vida es así. Y negocio con mis miedos, con mis dudas, con lo mejor y lo peor de mi versión de deportista. Son kilómetros malos, muy malos. Porque las extremidades inferiores tienden poco a poco a realizar movimientos cada vez más torpes. A punto del calambre y en tensión siempre creciente corro pegado a la Playa de la Malvarrosa. Pienso en la humedad de muchos meses de Julio y de paellas con arena en los pies como testigos. Ahora sólo pienso en terminar. Debería de parar y no debo. Porque la voluntad está entrenada en pelear por imposibles, por quimeras, por locuras. Y enloquezco por llegar cuerdo a las aguas salvadoras del Río Turia y bautizarme de nuevo en la sinrazón de las 42 razones. En el Km 35 quiero hacerme merecedor de esta prenda. Estos últimos kilómetros me los he ganado a pulso y son genuinamente míos.

No quiero que sientan pena por mí. Tampoco quiero ser modelo de nada ni mostrarme heroico. Ése no es mi palo. Hoy no es día de héroes ni de lágrimas. Vuelve a relucir mi sonrisa. Porque he venido a esto. A sonreír.

En el kilómetro 39 aparece José María, mi profesor de Historia Contemporánea en el C.O.U. de mis 17 años. Se pone a correr a mi lado. Y me acompaña durante casi 600 metros. Le hablo con la calma del que no tiene ya nada más que perder. Del que corre porque la voluntad así se lo ha ordenado con anterioridad pero que sabe que lo más sensato sería acurrucarse en una esquina y esconder  la vergüenza al mostrarme en tan precarias condiciones. Zancada corta, patética, esforzada y más propia de un anciano que de una persona en plenitud de condiciones. Le digo que no me cambiaba y que era muy feliz sufriendo como un perro.

Estoy cruzando el último puente y justo en su final está el cartel del km 41. Sólo queda bajar al cauce y encarar los últimos metros. Ahora deseo que no acabe nunca. Una vez los objetivos se han cumplido ¿qué me queda? ¿Tendré que volver a empezar otra vez?

La vida, como el maratón, es así. Siempre recomenzando. Siempre en el mismo punto de partida: solos con nosotros mismos en diálogo interior. Acabaré cogiéndole gusto.

Doblo la última curva, tan sólo 195 metros me separan del arco de meta que tanto ansiaba antes. Ahora no quiero cruzar esa línea porque me espera de nuevo el vacío. Ése que cada vez es más pequeño y que ya no confundo con sucedáneos efímeros.

2 horas 45 minutos. No me dice nada ésa cifra porque no vine a eso. Vine a otra cosa que me acompañará siempre, más aún en mis desvencijados y ancianos años futuros.

Mis queridos 42 kilómetros. ¡Qué gran invento!

                       Valencia, 25 de Noviembre de 2.011

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