Por fin, tras dos entregas llega el desenlace. Traspaso la distancia tranquilizadora del maratón y me adentro en la espesura de un bosque repleto de maleza con fantasmas que me miran en la oscuridad nada protectora de la duda.
Del 41 al 50
He pasado por el kilómetro 40 en 3 horas 13 minutos. Ahora los únicos resortes son la mente y la voluntad. A ellos me aferro e intento avanzar. Pienso en las tres “C” y en su porcentaje que va cambiando. Las Ces son, el orden fluctúa a cada kilómetro, cabeza, corazón y cojones. Los últimos los dejé por ahí en los entrenamientos en algún camino del extrarradio zaragozano. El corazón bombea pero no creo que a más de 150 pulsaciones por minuto, la voluntad es la que manda y sobretodo la cabeza porque de ahí salen todas las órdenes y los impulsos.
Ella tiene que ser la jefa y está ansiosa por tomarse vacaciones. Sigo picando en la mina solo y en silencio, y así la jefa estará contenta y de aquí a cinco horas podrá descansar.
Continúo ahumando el avispero que es ahora mi mente. Los brazos están ahora ocupados en su enérgico balanceo. Bebo agua y la que me sobra la dejo caer de mi boca directamente a mis piernas para refrescarme. Visto desde fuera puede parecer que vomito pero de esta manera limpio mis manos y piernas de la sensación pegajosa de las sales resecas durante horas.
Empiezo a tener frío, mala señal, busco el lado soleado del asfalto y sigo comiendo. Que el cuerpo, en estas circunstancias, tenga que usar calorías para mantener la temperatura corporal no me beneficia: indica su carencia ¡A comer! Aparezco, cosas de la imaginación, en mitad de mi bosque, en la ribera del Ebro, en ese sendero revirado y tortuoso donde corro los lunes para lamer las heridas de las competiciones y donde evado mi mente y me sumerjo en mis ensoñaciones. Es una espesura que me protege del cierzo, de la lluvia, del frío o del sol, según sean las circunstancias meteorológicas. Donde juego a ser viento dentro de mi armario, ese armario que ordeno en cada trote en mi alocada cabeza.
Es ahora cuando empiezo a tirar decididamente de brazos. Han sido muchos ejercicios de bíceps, espalda y hombro con idea de armonizar la musculatura. Un buen final de carrera es gracias al tren superior. Ese balanceo pendular que hace de la carrera de fondo algo más eficiente.
Desde hace ya algunos kilómetros emito unos sonidos que me acunan y me relajan. Son unos gemidos, provocados por el dolor, que a intervalos aumentan o disminuyen según sean mis pensamientos negativos o positivos. Es una lucha sin cuartel entre el sistema nervioso central y el periférico. No sé si son suspiros o gemidos, lo que sí que sé es que después de varios orgasmos llego a la siguiente vuelta. La boca está más abierta de lo normal, a ratos con los dientes muy apretados, a ratos escupiendo, y en general babeando y con moquilla. Ahora nadie suplicaría por mi beso aunque me moriría por besarte y dormirme en tu boca. Déjame que te enseñe el eco de tu piel cuando te beso. Los brazos se mueven con ímpetu y no tienen tiempo para el aseo.
Empiezo a pensar en la camilla de masajes e imagino a una chica guapa y amable. Está metiendo sus aceitosos dedos en mi maltrecho y enjuto cuerpo mientras boca arriba veo el techo plastificado y blanco del improvisado invernadero.
Igual que Indurain bajó ese puerto de montaña con fe y decisión para conseguir su primer Tour en aquella sobremesa del mes de julio que nos hizo levantarnos del sofá y vibrar con su hazaña, así me siento yo. La diferencia es que nadie percibe el matiz porque la espectacularidad de esta disciplina es escasa. Para alguien profano en la materia en nada cambia correr a 5 o a 4.50 min/km. En ambos casos se va igual de lento, pero para el que lleva cuatro horas corriendo es una diferencia sobrenatural.
Pero apareció la crisis, la gran crisis. Ya tardabas y estabas haciéndote de rogar. Apareces un poco más allá de la mitad del recorrido, en un punto tan crítico y mental que sólo a través de una cabeza prodigiosa se puede superar. Aquí está la manija para abrir la puerta del éxito. Y a ella me aferro con desesperación. Dejo pasar los minutos y los metros, sé que pasará y que se acercará la meta. Esta cabeza de la misma manera que ahora me traiciona me salvará.
Teresa, ¿dónde está lo inmenso? Pienso en mi océano pero poco a poco se me está convirtiendo en una charca maloliente y turbia. Levanto la vista a una ventana porque me han lanzado un grito de aliento. Desde un quinto piso asomo una cabeza. Tras unas décimas de segundo de incredulidad vuelvo a alzar la vista y ya son varias las personas que asoman. Acierto a ver a mis hermanos, a mis compañeros de entrenamientos, a mi masajista, a ti Teresa…cada vez sois más. No estoy solo porque sois muy conscientes de lo que pienso y hago. Sonreís y os abrazáis. La ternura que mostráis me sobrecoge. De repente un hombre con gorra, pantalón corto y zapatillas rojas me da una palmada en la espalda, no lo esperaba y me ha sobresaltado casi me hace tropezar. Me giro lentamente sin dejar de correr, me está sonriendo y su mirada es intensa e intencionada. Soy yo, que subido a la acera me estoy haciendo gestos de aprobación.
Del 51 al 60
He pasado por el kilómetro 50 en 4 horas y 2 minutos. Ha llegado un momento en que la cuerda está demasiado tensa y hay que ajustarse a cada metro para no romperla. He llegado a este punto kilométrico gracias a las semanas de 260 kilómetros y a los trotes con dolores que no cicatrizan del todo y se acumulan. Me acuerdo entonces de María José Pueyo y su mínima maratoniana para Pekín, ojala sea olímpica porque merecido lo tiene. A mí me podrían sobrar 22 segundos y gustosamente se los prestaría. Otro motivo para no cejar en el empeño. Además imagino a mi hermana ansiosa por verme aparecer, mirando el crono y con el corazón en la boca como yo. Me estoy atragantando porque tengo empacho por llegar. Quiero adelantar la espera y no hacerles sufrir. Me harta tanta paciencia y debería de esforzarme por serenarme. Ahora pienso en la gente que he tenido la suerte de entrenar este año y no defraudarles en estos momentos de nervios. Son veinte universitarios y ahora no tengo fuerzas para pensar nominalmente en ellos, me conformo con tenerlos presentes colectivamente, cada uno de los veinte gemidos siguientes representarán a cada uno de ellos, contar hasta veinte sí que puedo y en éstas ha pasado otro minuto.
Utilizo un último recurso, repetir en silencio hasta la saciedad mis dos palabras mágicas “Sí” y “Gracias”. Una multiplicidad de Síes y de Gracias llena mi cabeza y así aparecen mil caras y mil sonrisas que representan a cada uno de vosotros. Todos asentís y agradecéis este esfuerzo. La sensación es parecida al ruido alborotado del campanario cuando anuncia una fumata blanca.
Miro el parcial del último kilómetro, lo he hecho en 5.15. En ese momento el efecto es como el de una aspirina efervescente que desea ser más etéreo y liberarse de este cuerpo que me clava al suelo. Esa aspirina que soy mezclada con el agua de mis lágrimas consigue un efecto balsámico. Ya se ve más cercana la siguiente vuelta y después de unas tímidas gotas las siguientes son secas y salen a borbotones: no las ve nadie. Sigo con mi conversación: “Si, Si, Siiiiii, Gracias, Gracias, Graaaaaacias”. El contraste me aturde y se me pone la piel de gallina. A mí, que la experiencia de la enfermedad siempre me ha agobiado me asombra estar eufórico a pesar de sentirme muy enfermo.
Del 61 al 70
Al fondo de la calle he visto a mi hermano Enrique. Ha venido a mi encuentro a falta de un kilómetro del parcial kilométrico 60. Parece que lo intuía y se ha anticipado. Es entonces, fuera de la mirada de curiosos, todavía en la parte alta de esa cuesta abajo, cuando andando y abrazados por el hombro voy soltando la amargura y la desilusión del momento. Le acaricio su pelo mientras me protejo debajo de mis gafas de espejo. Ha presenciado, y me alegro mucho de esto, el DESPLOME. Me acuerdo de Teresa, de su inmensidad y de mi pequeñez. Le digo a mi hermano que quiero hacer una última vuelta. Vuelta inútil, más inútil que las seis anteriores. Esa vuelta que se sabe que va a ser la última y por eso estéril. A pesar de eso, o quizá por eso mismo, la quiero hacer. Le digo que se la dedico. Incluso ahora, al escribir estas líneas, no sepa el motivo y nunca lo sabrá.
Me despido y empiezo a dar una dolorosa vuelta con la finalidad de rendir un homenaje a todos los que consideran que esto no es un fracaso. Los fracasos son siempre oportunidades fantásticas para aprender y fracaso hubiera sido no haberlo intentado. Desconozco las veces que, con lágrimas o no, lloré en esta vuelta. Estaba derrotado pero orgulloso. Reforzado.
Kilómetro 69, me falta el último, el más triste y la sensación es muy molesta. Resuenan en mi cabeza tantas palabras de aliento, de cariño en estos últimos meses. Descubro que es ahí donde radica precisamente la inmensidad.
Me acuerdo de mis queridas hijas Blanca y Paula al cruzar la línea de meta, pero no hay ninguna línea ni tampoco meta. No sé por qué estoy erguido. Leí que el valiente es el que sigue luchando de rodillas, no aquel que nunca cae. Me acurruco. Me recojo como alma en pena en mi purgatorio. El consuelo del cielo, en forma de masaje, me está esperando. Personas de la organización me recogen con cariño, son gente que saben lo que siento y como buenos samaritanos me acarician y me hacen regresar al mundo de los vivos. Me agarran fuerte hasta la camilla y me dejo hacer. No hay ni un gesto de agradecimiento por mi parte, no puedo, espero sepan perdonarme. Todas las energías las uso en mantenerme consciente. Y de momento lo estoy logrando. Comprendí que la inmortalidad puede cobrarse por adelantado. La inmortalidad que no reside en plazas con estatua, es otra mi razón. La de ver conmoverse la tierra en medio de un abrazo.
Lunes, 31 de marzo
La historia se ha escrito. He alcanzado la orilla. Echo la vista atrás y veo las dificultades y los escollos que se han tenido que superar y me considero un afortunado.
Me duelen hasta las pestañas, me abrazo a mi gente. No puedo mirarles a los ojos, todavía no, no estoy preparado. Es un cierto pudor que surge cuando creo que, si me mirasen podrían descifrar lo que soy y lo que pienso realmente, y eso nunca puede ser bueno. Después de tantas horas de mirada fija al frente, me cuesta salir de mi estado de concentración, y no atiendo fácilmente a los estímulos, parece que lleve puestas todavía orejeras como un burro. Me cuesta salir de mi mismo y todavía tardaré unos días para hacerlo del todo. Cicatrizarán las heridas musculares pero costará más tiempo curar las heridas del alma.
Es el momento de los agradecimientos. Son tantos los que deberían de figurar, que me limitaré a señalar a aquellas que han tenido que padecerme para intentarlo. No es fácil convivir con un ultra-fondista. Es hiriente convivir con alguien que se está mirándo continuamente el ombligo. Es molesto tener que escuchar continuamente sus reincidentes molestias físicas. El atleta, cuando el esfuerzo se convierte en extremo, se vuelve egoísta. Necesita toda la ayuda posible y más si la hubiere. Sabe que con sus propias fuerzas no alcanzaría a cruzar el umbral de la puerta.
Alcancé mi inmensidad y por eso, somos así de inconformistas, buscaremos más horizontes, objetivos que harán de nuestra vida un transcurrir jugoso y que nos hará disfrutar de este camino.
Martes, 1 de abril
Empiezo como acabo. Estimada Teresa, te vendí hace casi veinte días unas zapatillas, ésas con las que tú sin sospecharlo buscarás la inmensidad de tus 20 minutos de trote, tan suaves y a tu modo de ver tan efímeros. Cada uno tiene su océano y el tuyo es magnífico. Me preguntaste en qué pensaba durante los Cien y la respuesta la tienes aquí: en mí y en todos, en el pasado, en el futuro y el presente, en los éxitos y los fracasos, en proyectos y en utopías sin desengaño.
El coraje que mostré para vivir este sueño reteniendo palabra por palabra estas horas vividas para poder contártelo (aun sabiendo que en la vida hay cosas que no pueden compartirse), es ahora solidario y generoso. Como la inmensidad.
“Nadie sabe dónde acaban los sueños,
nadie te ha de decir si fue en vano.
Prefiero escoger mis fracasos
y quiero que me recuerdes
todavía derrotado
y soñando.”
Son las tres de la madrugada.
Llevo dos noches en las que (como ya me pasaba en mi época universitaria después de los exámenes finales) me cuesta dormir. Será que mi cuerpo generó una tensión que cuesta suavizar. Aprovecho para escribiros estas líneas ahora que está todo fresco en mi memoria, en la soledad y silencio que me brinda la noche y con el dolor presente en mis endurecidos músculos.
Ya me puedo ir a dormir, he finalizado esta tarea y necesito volver a soñar y revivir.
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