El pasado fin de semana lo he empleado en asistir a unos ejercicios espirituales. Después de la Maratón de Zaragoza me iba de perlas estar tres días sin correr. Os lo aseguro, necesitaba un parón en mi vida. Entrar en boxes, ajustar las piezas, engrasar la maquinaria y coger de nuevo carrerilla.
Antoine de Saint-Exupèry en El Principito lo expresó con claridad meridiana: «Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos». Al cerrar los ojos podremos percibir a una belleza deseosa de salir de nuestro interior. Ha sido un acierto aislarme durante tres días del mundo y poder cerrarlos en momentos ya irrepetibles para siempre.
Los hombres, y este es el argumento de esta entrada del blog, nos movemos en una búsqueda irrefrenable de belleza. También, por supuesto y sobre todo, cuando corremos. Que no te engañen, no conozco a nadie que corra por el sufrimiento, por un masoquismo sin sentido. El corredor se da cuenta muy pronto que es la cruz necesaria para disfrutar de una moneda de gran valor. Vale la pena, tiene sentido sufrir porque vehiculiza el acceso directo a la belleza.
Más allá de la conveniencia de correr, que nuestra racionalidad no discute, porque nos mantiene en unos parámetros de forma física y en una apariencia saludable. Más allá de valorar que el correr sea una escuela maravillosa de virtudes que nos hacen ser mejor persona (voluntad). Más allá de reforzarnos la autoestima y socializarnos enardeciendo nuestros sentimientos. Más allá de todo esto y de manera más prioritaria, está la búsqueda (no necesariamente consciente) de Belleza que tenemos todos los seres humanos, la que se esconde a los ojos y que sólo un corazón enamorado está capacitado para ver.
Pondré dos ejemplos personales, para mí bellos, sacados de mis recuerdos:
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(16 años) A finales del verano salgo de nuevo a corretear por los alrededores del pueblo. La luz anaranjada del atardecer engalana de brillos mi morena piel después de todo un agosto de correrías con canícula. El azahar de los naranjos levantinos me envuelve perfumando con generosidad cada zancada, respiración y latido.
He doblado la esquina del tapial del cementerio y me ha golpeado un embriagador olor a jazmín. La iluminación del teatro que hoy represento con mis jadeos va menguando pero la luz pura de luna llena se empeña en cogerle el testigo a esta noche alargando mansamente la visibilidad. Me parece acogedor correr por la noche con 30 grados, supongo que igual se tiene que sentir un bebé dentro de la tripa de su madre.
Mi mirada bien podría ser la de un tigre, intensa, afinada y resuelta. Quizá hoy haya presa. Estoy rugiendo en mi interior. Destruyo todo disfrazado de tornado y al final estallo como un volcán. Fluyo a través de mis venas descifrando el significado de esta escena. Mis zancadas son fáciles, no las pienso. Estoy en penumbra pero no soy penumbra. La luz brota desde dentro y durante unos minutos la belleza lo envuelve todo. Llego a casa transformado, me es imposible explicar con palabras lo que he visto y tampoco lo intento. Miro distinto, apaciguado y más sabio porque al cerrar los ojos lo he llegado a vislumbrar. Sé que a nadie podré contar mi secreto y que me acompañará siempre. ¡Era tan bello!
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(39 años) Ese kilómetro me estaba esperando. Sabía perfectamente que sería mi dueño y yo su incómodo huésped. Quieto, silencioso y al acecho, estaba dispuesto a robarme hasta lo que no era mío pero que yo debía defender como si lo fuera. Igual que las flores secas ya no pueden perfumar, lo que quedaba hasta la meta iba a ser un inútil y amargo rato de penurias y de muerte. El paisaje blanco, casi lunar, refleja la luz cenital que se vierte en la estepa belchitana y me obliga a entornar los ojos incluso protegidos por las gafas.
Sin marcha atrás. Mis previsiones han entrado en un mundo muy seco como el que ahora me circunda. Estoy esperando a que mi capacidad de improvisación haga que, en éste día de emociones fuertes, me vaya a la cama con una lánguida sonrisa haciéndome de almohada.
No, ahora no. No es el momento de la arrogancia ni la desesperanza. Se impone únicamente el problema acuciante de sobrevivir. Porque quiero vivir y se me amontonan los deseos de seguir viviendo. Los motivos para quererme son los únicos que harán que mi vida huya de la muerte. Y me repito: “Juan, te quiero”. Qué raro me suena. En otra ocasión hubiera sido una muestra de narcisismo vergonzante pero ahora es la más palpable muestra de mi afán por sobreponerme a la tentación tangible y vergonzosa de claudicar. Cierro los ojos pero la luz me ciega, hoy he vuelto a nacer. No me puedo quemar porque estoy hecho de fuego ¡Y eso es tan bello!
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Son sólo dos ejemplos de los innumerables momentos que guardo en mi disco duro. La belleza nos golpea en los días más inesperados. Se trata quizá de la única forma en la que nosotros, los corredores, podemos elevarnos a una altura perturbadora y transformarnos en una suerte de descanso, un olvido, una tregua, una ampliación del plazo y, por qué no, una huida de la vida cotidiana hacia los territorios celestiales. Y así aspiro, con tacañería, el aroma leve y placentero que tiene todo lo valioso y que es Bello.
interesantes reflexiones para esta semana de recogimiento. Un abrazo Juan.
Un abrazo Jorge. Gracias por estar siempre ahí….
Juan
Muchas gracias por compartirlo, eres muy grande y sabes expresar eso que muchos sentimos y hacerlo bello. Me he emocionado leyéndote. Un abrazo.
Gracias Vanesa. Un abrazo desde Zaragoza
Juan