En la frase «deseo obtener de los que amo su respuesta más poderosa» se condensa la labor de un entrenador. Así de contundente. Entrenar consiste en darse cuenta que la persona es la x de la ecuación y que la solución está en el interior del problema.
El reto está en amarte, atleta. Más allá de tus capacidades físicas me interesa tu ser, tu mente, tus afectos e incluso, si me apuras, tu espíritu. No puedo entrenar a alguien sin sentirme un déspota. Te voy a hacer amar el lactato, tu respiración forzada, tu gota de sudor que te pica al colarse en tu ojo entreabierto, a que valores y saborees los segundos de recuperación y la velocidad con la que recorres los metros. Me dedico a predicar en tus oídos que correr es el deporte de las enésimas oportunidades y que todo recomienza de nuevo cada día y en cada entrenamiento: «la cabeza de una cerilla a punto de encenderse, para eso sirve un recuerdo: para que si lo sostienes demasiado tiempo te quemes los dedos». Quiero susurrarte, querido atleta, que correr vale la pena, que no es un sinsentido y que bajo ningún concepto tu dolor entrenando es estéril. Que tus enfermedades y lesiones las siento como mías.
Todos aquellos que tienen la experiencia (y la suerte) de entrenar a alguien, saben que el ser humano es complicado. Que con amor, interés, confianza y mano izquierda se puede llegar a ese reducto íntimo, ese lugar sagrado, donde se encuentra su verdadero potencial. Son tierra fértil a la espera de la buena semilla de la educación en las virtudes y los valores.
Las creencias que tenga sobre las posibilidades de mis atletas influirán en el rendimiento y el desarrollo que estos tendrán en el futuro. Mis atletas son las mejores personas que conozco. Este efecto pigmalion es innegociable. Os aseguro que si eres buena persona acabas corriendo un huevo. Lo veo a diario.
Aprende a correr 