El hombre tiene muchas cosas en común, tantas que le hacen ser una especie única sobre la tierra. El hombre y la mujer somos lo que somos más allá de dimensiones geográficas o generacionales.
Nos diferenciamos unos de otros, y mucho, por fuera y por dentro. Somos diversos. Por fuera, en cuanto que hay altos y bajos, guapos y feos, rubios, morenos y pelirrojos, y así un largo elenco de características diferenciales, físicas y también culturales. Y por dentro, también somos distintos, por ejemplo en el temperamento. Los hay coléricos, melancólicos, flemáticos o sanguíneos. Y siempre nos los encontramos mezclados y en proporciones variables. Estamos en constante construcción aunque predeterminados (mejorar sí, cambiar no tanto).
Si me has de encontrar en algún temperamento, será principalmente en el sanguíneo aunque con ramalazos de melancólico. Por eso, soy de los que ha experimentado como un verso ha sido capaz de paralizar momentáneamente un latido y cómo una melodía me ha sacudido como lo haría una fenomenal bofetada. Hay sabores que me han hecho llorar de emoción, perfumes que me invitaban a comerte y texturas que me han trasladado a mis mundos interiores. Visiones que me han dolido como un certero y pertinaz pellizco. Si no has experimentado estas cosas o crees que nunca lo experimentarás, quizá esta entrada de hoy no te interese.
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Me gusta entrenar con música. La utilizo para evadirme y bucear en mi mundo paralelo. Hace años que no consigue confundirme con los ritmos. He escuchado multitud de estilos, imaginad los 4.000 kilómetros anuales aderezados con mp3. La semana pasada encontré por azar un disco duro externo con un popurrí de 6.000 canciones en un cajón de mi casa. Este hallazgo ha vuelto a adornar mis entrenos con sensaciones auditivas otra vez nuevas. Nuestra programación neurolingüistica se hace a través de los sentidos, y esta vez le ha tocado el turno al oído.
Hay canciones, tú también lo tienes muy experimentado, que se fijan en la memoria y las asocias inequívocamente a un pensamiento. Nos ayudan a contextualizar y dar explicación a nuestros sueños de juventud que, quizá porque siendo emocionales, somos incapaces de olvidar.
En 1983 escuchaba la canción de Los Pistones titulada «El pistolero» al finalizar un entrenamiento exigente en el que había triunfado, creo que eran tres series de 600 metros. Serían uno de los primeros días de agonía en distancias fraccionadas, tenía doce años. Sonaba en la radio-formula de entonces, supongo que en los 40 principales de Joaquín Luqui.
La canción me ha hablado estos días de nuevo, en la misma manera que lo hizo entonces. Es buena cosa recordar lo que nos hacía soñar cuando niños. Mi imaginación a esas edades tenía mucha fuerza. Me he encontrado de repente delante de un espejo en el que se reflejaba lo que yo era hace 35 años.
Supongo que con doce años de edad quería ser el más malote del lugar. Un pistolero lleno de sueños deportivos, con ideas claras y la determinación propia del que se cree invencible de tanto desearlo. Tal era la determinación que ofrecía su letra, así era mi visión del atletismo en aquellos tiernos años de aventura deportiva. Iba a sumar muescas (entrenamientos) para llegar cuanto antes al paroxismo de la gloria deportiva. Qué suerte relacionar tan claramente, a través de una canción, los pensamientos y sensaciones de mis doce años. La ensoñación que nunca me faltará y que estos días, gracias a una canción, revivo.
Luego la vida es lo que va pasando mientras haces otros planes. Ya decía Heráclito que el carácter crea tu destino, y aunque la libertad lo adereza todo, el nudo gordiano de lo que somos en esencia es perfectamente estable en el tiempo. Supongo que sigo siendo ese pistolero que busca la claridad de una sonrisa, el misterio de una mirada y la bondad de un ademán que sólo yo sé adivinar, supongo.
¿Cuál es la Banda Sonora de tu vida? ¿Podría explicarla alguna canción?