La esclavitud del algoritmo

Tengo, en mi grupo de atletas, a unos que son muy rigurosos con los tiempos de recuperación entre series y son hipersensibles en la aplicación milimétrica del plan de entrenamiento. Están muy concienciados con la estricta literalidad de lo planteado por escrito y por eso con cariño les llamo Sr. o Srta. Excell.

Sin duda los algoritmos -en gran medida-  nos ordenan y facilitan la vida. Ten por seguro que prefiero convivir con personas ordenadas o metódicas. Pero cuidado con ser demasiado maniático o puntilloso porque, no lo olvides, «lo mejor es enemigo de lo bueno».

Porque una fórmula matemática lo haya dicho, tenemos un problema si quedamos irremisiblemente a su merced y además -si te separas de ella-  estarás mal visto socialmente. Un algoritmo convertido en dogma es la peor manera de manejarse si quisieras ser una persona razonablemente realizada.

Resulta curioso seguir el origen del saludo italiano ciao, que viene del veneciano y realmente quiere decir schiavo, es decir «Soy tu esclavo». La humanidad grita hoy: ¡Ciao, internet! Tal es el nuevo orden mundial en el que los algoritmos deciden por nosotros, nos arrancan nuestro sagrado individualismo, dejando atrás el ego (ese pequeño argentino que todos llevamos dentro) en loor de unos algoritmos sacados de grandes ordenadores. ¿Se acabó el libre albedrío? ¿El Big Data ha llegado para quedarse?

Los algoritmos nos invaden. Desde, por ejemplo, las radio fórmulas y su machacona lista de éxitos repetidos hasta la saciedad. También en las noticias que nos sugiere google en nuestros dispositivos móviles, e incluso en la sensación de previsibilidad que tenemos a la hora de gestionar nuestros sugestionados momentos de ocio.

Por suerte, somos algo más que un algoritmo lógico o una previsible y adormecida voluntad. El algoritmo pugna por convertirnos en deseo sin espera, esfuerzo sin sudor o resultados sin esfuerzo. Un algoritmo sabe de medios pero no de finalidades y si sólo nos manejamos por miedo a la norma, llegaremos pronto a la conclusión de que no hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige. Somos un conglomerado de células libres y no hay predeterminación posible, incluso para las fórmulas matemáticas.

El algoritmo es soberbio, está demasiado bien pagado de sí mismo. La vida, sin embargo, nos da infinitas muestras de que sin humildad y coraje no hay amor. Se requieren ambas cualidades en cantidades enormes y constantemente renovadas, cada vez que uno entra en un territorio inexplorado y sin mapas. El amor, para ser considerado como tal, necesita del concurso necesario de la libertad, y sin ella no cabe el amor desinteresado.

¡Algoritmo!, no maltrates mi fragilidad. Más pronto o más tarde, todos mis fallos quedarán al descubierto. Apártate maldito y déjame ver donde los demás no llegaron a hacerlo nunca antes. Déjame traspasar lo evidente y lo tangible. Permiteme saborear la dulzura de lo sencillo y que corra por el mero placer de correr. Solo así alcanzaré la paz. Correr es mi destino. Correr es mi momento de libertad.

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