Incluso rodeado por compañeros de entrenamiento, cuando corro estoy solo. En el fondo estoy solo porque es mi rato de silencio. Puedo ir con música al máximo volumen, pero no conseguirá distraerme de mis pensamientos, al revés, los potenciará. Será mi momento largo de silencio.
¡Qué necesario resulta el silencio para ser productivos! Tú -corredor- me entenderás perfectamente: la de asuntos que solucionamos, suavizamos o toman otro cariz. Que levante la mano quien no haya adoptado, después de un trote, una decisión liberadora que necesitaba de una determinada determinación.
Además de que el correr sirva para dilucidar los afanes diarios, hay días -y esto sucede cuando la cotidianidad está centrada– en los que al correr rezamos. Me explicaré un poco…
Así como los católicos acudimos a la oración mental para conectar con Dios, cuando corro me conecto con extrema facilidad en mi lado inevitablemente trascendente. Será que el acto repetitivo de correr se asemeja a una suerte de oraciones vocales que me hacen sintonizar. Se podría resumir esta trascendencia en un estamos de paso. Incluso yo, que estoy muy conectado con lo mundano -los sudores y las penurias del corredor jadeante- tengo que admitir que todo (lo bueno y lo malo) tiene sentido. Las lesiones y las derrotas me fueron difíciles de encajar pero con el tiempo cobraron sentido y las percibí como un regalo.
Porque ante la vida tienes dos visiones: o bien todo acaba con la muerte o bien empieza con ella.
Como decía Albert Einstein, existen dos formas de ver la vida: una es creer que no existen los milagros y la otra es creer que todo es un milagro.
Cuando no estoy para nadie y lo veo todo negro, me voy a correr.
Cuando mi vida me resulta aburrida y parece gris, me voy a correr.
Cuando la vida es de color de rosa, me voy a correr.
Si la vida te da limones…hagamos limonada.

No hay nada como correr en silencio. Si además le añades la lluvia la mente lo agradece