El roce hace el cariño, y toda una vida rozando por los caminos han hecho que mi relación con lo que llamamos correr (que manera tan simplista de decir tantas cosas) sea muy parecido al que experimentan dos enamorados. Ahora, a mis casi 52 años, echo la vista atrás y puedo identificar cada una de mis etapas como corredor y os aseguro que son similares a las que se dan con los amores humanos.
¿Cuándo se produjo el flechazo? Fue a mis 12 años en los primeros Mundiales de Atletismo que se celebraron en Helsinki 1983 y que me tragué por la UHF de televisión española (alguna ventaja tendría que hubiera únicamente dos canales de televisión). La medalla de plata de José Marín en los 50 kilómetros de marcha atlética aquel 13 de agosto tuvo un influjo determinante en lo que luego ha sido mi vida deportiva.
Una época con nombres propios: Steve Cram, Sebastian Coe, José Manuel Abascal, José Luis González, Zola Budd, Mary Decker, Sergei Bubka, Javier Moracho,… En los 1.500 metros no se bajaba todavía de 3.30, en los 5.000 metros Said Aouita intentaba a duras penas bajar de 13 minutos, en el 10.000 un mejicano llamado Arturo Barrios, tenía 27.08, y en la Maratón de Nueva York de 1981 Alberto Salazar dejaba el récord en 2 h 08.13.
Con doce años empecé a correr. Recuerdo mis primeras competiciones en los crosses escolares con el sabor a sangre de la saliva y un empuje que me hacía llegar en quintos y sextos lugares, lo que me daba el reconocimiento justo para seguir intentándolo.Vivía las carreras con una intensidad impropia. Me iba la vida en ello. Era la manera que había elegido para presentar ante el mundo mis credenciales. Era un Quijote en busca de su Dulcinea. Pensaba que a través del ejercicio físico adornaría mi vida. Y me afanaba en correr cada día algo más que el anterior. Pensaba que rodando a 3.50 min/km iba a ser mucho mejor que si lo hacía a 4.20. A esa edad no me daba cuenta que tanto una como la otra velocidad entraban dentro de una categoría única llamada «deprisa».
Los años sirvieron para darme cuenta de lo que realmente interesante era la actitud proactiva y audaz del que se enfrenta a las dificultades. La lucha por los aparentes imposibles. Por lo tanto, a una edad temprana me arrojé a los brazos del correr con tanta pasión como lo haría un enamorado.
Llegaron años de apogeo. La mejora sustancial de marcas. El descubrimiento dolorosamente gozoso de lo que cuesta rascar un segundo. Competiciones en el tartán de la pista en la distancia de 800 metros. La agonía y el placer de lo intenso. La atracción fatal a las dos vueltas a la pista.
El Maratón, que llamó a mi puerta a los 18 años, quería tener también su espacio. Y sin prisa pero sin pausa fue adquiriendo un protagonismo cada vez mayor. El dolor se volvía a manifestar pero ahora de una manera distinta, ya no era el paralizante lactato, sino la sensación ingrata del músculo vacío de energía.
A día de hoy los mejores registros ya se fueron, se quedó el correr como una actividad desnuda de artificios y más madura. Sin la magia de la mejora, del triunfo y del reconocimiento social. Ahora he vuelto al comienzo. Ahora me veo, como hace 40 años siendo niño, delante de ese televisor que me interpelaba a tener sueños en el corazón y alas en las piernas.
Estoy casado -que no cansado- con el correr. Creo que he llegado a ese punto de mi vida en la que ya nunca nos separarán. Nada hay más bello que la unión lógica y siempre consensuada entre mi correr y yo. Hemos pactado ya que nunca nos separaremos. Nos necesitamos y nos complementamos. Hemos pasado muchos ratos solos. Nos conocemos perfectamente. Hemos tenido nuestras crisis por culpa de las lesiones pero, en la distancia, ya las veo como esas cosas que pasan para que nuestro amor crezca.
Tengo suerte. A diario me encuentro con la belleza que genera el correr. Mujeres y hombres con la frente perlada por el sudor, mejillas sonrosadas por el esfuerzo. No hay nada más bello que un ser humano enfrentándose a sus zancadas y exponiéndose a la precariedad voluntaria del esfuerzo.
Ya lo decía un autor espiritual aragonés del siglo XX: ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor… — Enamórate, y no «le» dejarás.
¡¡Qué bonita historia de amor!! La mía apenas tiene un par de años, pero empiezo a sentir algunas de las sensaciones que cuentas. No se trata de ganar carreras ni batallas contra el crono (aunque a todos nos guste el brillo efímero de las pequeñas victorias). Es algo mucho más profundo. Es reconocerte a tí mismo en la carrera, en el esfuerzo, en el placer y el sufrimiento. Es admirar a los grandes atletas que hacen historia y a los que corren a tu lado. Es encontrar tu camino, y seguirlo. Un abrazo, corredor.
Gracias Paula. Seguiremos escribiendo nuestra biografía a golpe de zancadas. Un abrazo. Juan
Muy bonito el texto, igual que todas las etapas que describes, cada una tiene su encanto
Muchas gracias por ser tan inquieta. Un saludo desde Zaragoza. Juan