Llegué a tu vida hace 40 años. Era una tarde lluviosa de octubre ¿Te acuerdas?
Viniste con tus padres a una tienda, llamada Paz 31, situada en esa calle de Valencia. Apenas tenías 13 años. Había llegado tras un penoso viaje desde el lejano oriente, en mi lengüeta ponía Made in China. Estaba a oscuras dentro de esa caja naranja de cartón con unas ganas tremendas de conocer mundo. En aquellos tiempos éramos muy pocos los modelos que abastecíamos a los populares del correr. Tú -Juan- tuviste claro que yo iba a ser tu escogida, porque así me lo confesaste la primera noche que pasé contigo.
Con la luz del flexo de tu habitación, ése con el que pasabas tantas horas estudiando, me mirabas con el pijama ya puesto. Me cogiste y me oliste, una a una, por separado. Sé que ese olor a pegamento se te ha instalado para siempre en la memoria. Te recuerda a ese instante en el que te brillaron los ojos mientras soñabas en carreras y en éxitos. Tus padres bien podían haber hecho el esfuerzo de pagarlas íntegramente pero querían ver si tenías verdaderas ganas por tenerme. En Semana Santa trabajaste en el campo manchego con la única motivación de poder pagar esas 10.000 pesetas (60 euros) con las que me valoraban entonces. No paraste hasta conseguir que me llevaran contigo.
En aquellos años empezabas a corretear por los parques y tenías muy claro que ibas a ser corredor. Ahora las zapatillas tienen colores más vivos y tecnologías más avanzadas Pero tengo el orgullo de haber sido tu primer amor. La más deseada.
Recuerdo cómo me mirabas después de cada salida por el campo. Analizabas el desgaste de mi suela y te apenaba saber que la viejuz sería mi irremisible destino. Hoy unas cuestas, mañana un trote breve y alocado, al otro día unas series de 300 metros y el domingo un trote de 50 minutos. Vi tus piernas broncearse, afinarse después de tantas agonías. Me librabas del polvo del camino con cuidado, pasándome un paño húmedo los sábados por la tarde porque a la fiesta del domingo había que ir bien acicalado. Me llevabas a probar el asfalto, las piedras puntiagudas de los caminos o la sonora grava del camino a la ermita. Me hacías partícipe de tus batallas. Me colocabas cuidadosamente debajo de la silla con los cordones por dentro la noche anterior a la competición, y allí asistía desde la penumbra de la noche a tu insomnio cuando no podías dejar atrás los nervios y dabas mil vueltas entre las sábanas por culpa del estrés pre competitivo.
Me acostumbré a tus gemidos, a tu respiración acelerada. Tus gotas de sudor caían a mi lado. Alguna me alcanzaba y me hacían un cerco blanco y salado. No recuerdo cuanto tiempo duró lo nuestro. Quizá fueran dos años en los que nos íbamos acostumbrando.
Ahora tus zapatillas te duran muy pocos meses. Eres un frívolo, no te das cuenta de que tenemos sentimientos. Nos encariñamos con nuestros dueños. Os somos muy fieles y hacemos esfuerzos por mantener nuestra integridad, os permitimos correr a toda castaña, evitamos muchas lesiones y os hacemos soñar. Las «otras» me van contando tus andanzas. Por ellas supe que tocaste el cielo. También sé que has estado muchas veces en los infiernos de la lesión y de la derrota. Podrías haber tenido el detalle de contármelo, de mirarme como antaño después de una carrera y ya en la intimidad de tu cuarto.
Me cuesta olvidar tus suspiros. Suspiros que surgían de lo más profundo de ti, de la satisfacción por estar haciendo algo que te apasionaba. Yo, pobre zapatilla, me hiciste partícipe de ello. Te ayudé a ser otro, una mutación de ti mismo transfigurado, luminoso y completo. Para una zapatilla tan discreta es para estarte muy agradecido. Me gustaría que me mirases de nuevo como lo hacías hace ya tanto tiempo. Necesito que vuelvas a pensar en tus comienzos.
Llegabas de los entrenamientos entusiasmado. Lo habías dado todo y estabas reventado, pero con una sonrisa que pasaba inadvertida para el resto, pero que yo tan bien conocía. En ese cementerio imaginario de zapatillas, tu panteón deportivo, nos reunimos para comentar tus progresos. Has roto ya muchas barreras: que si bajaste de 3 minutos en el Kilómetro en abril de 1992, de 3 horas en la maratón el 2 de febrero de 1997 o que hiciste el récord de Aragón de 100 kilómetros el 2 de Octubre de 2004. Qué pena no haber estado en esas ocasiones contigo.
Qué paciencia tuve entonces contigo. Yo, que había sido diseñada para ir rápida, me llevabas despacito. Nos usas y luego nos abandonas. Eres un pendenciero. Por si no lo sabías, amor con amor se paga.
Atentamente, siempre tuya.

Seguro que alguna vez aún te las calzas…… Y sales a correr un rato.