Me gusta mucho la política. Tiene para mí todo el interés y el encanto que me merecen las maneras que adopta el ser humano para organizarse en sociedad. Me gusta también mucho la historia. En ella, entre muchas otras cuestiones, se estudia el cómo los pueblos han necesitado del ejército como una manera disuasoria de preservar la convivencia.
Siempre me ha gustado tener ideas propias y distintas sobre cualquier cuestión y, en éstas en concreto, espero tenerlas aceptablemente fundamentadas gracias a mis años de estudiante (en el fondo lo sigo siendo todavía; como decía Chaplin «Todos somos aficionados. La vida es tan corta que no da para más»). Pero tranquilos, más bien intentaré hablar del temperamento más idóneo para la práctica del atletismo y puede que exista alguna conexión.
A los 14 años y como consecuencia de una otitis, me operaron en el oído derecho para quitar la cadena de huesos que hay en el oído medio y estaban podridos. Para ello me rajaron la oreja por detrás y vaciaron su contenido. Desde entonces me defiendo para escucharos lo mejor que puedo.
Esto que podría parecer un gran problema se tornó, al cabo de pocos años, en la suerte de librarme de hacer el servicio militar que, por aquellos años, era obligatorio. Un Tribunal militar examinaba a los jóvenes que alegaban sus taras y, tirando de listado, determinaban si eras o no INÚTIL para poder desempeñar las tareas de soldado.
Así estaba yo, con 18 años y una declaración de inutilidad que me ha acompañado de por vida. Quizá por eso decidiera correr el maratón nada más cumplir los 18, para quitarme de encima esa etiqueta como quien se quita una molesta mota de polvo. También por aquel entonces conocí la historia de Filipides, un soldado ateniense que fue a anunciar la victoria de la batalla de Maratón (localidad que dista unos 40 kilómetros de Atenas) contra los persas y que al llegar murió después de haber pronunciado las palabras mágicas de «Alegraos, hemos vencido».
Me dediqué con frenesí a correr, actividad que me exigía mucho tiempo y que no me reportaba ningún beneficio. Mis padres no entendían del todo que cualquier rato libre lo usase en algo tan inútil. Pasé mi adolescencia y mi juventud rodeándome sin querer de todo tipo de kilómetros.
Como leí una vez: «Lo poco que sé de la vida se cuenta tomando un café, se entiende tomando una copa y se olvida tomando dos». Empiezo por lo que sé con toda seguridad. Sé que te vas a morir. Así que procura no morirte más veces por el camino. No hay nada peor que esa gente que se va muriendo antes de morirse del todo. Para evitarlo te regalo un método infalible. Ten siempre más proyectos que recuerdos, es la única forma que conozco de mantenerse joven. Olvídate de la patraña esa de ser feliz, ya te puedes dar con un canto en los dientes si llegas a ser el único dueño de tus propias expectativas. Que un euro se ahorra y una comilona se pierde. Para siempre. Que hay que dedicarse a algo de lo que jamás te quieras jubilar. Por mucho que te cueste pagar las facturas. Por mucho que en las reuniones de antiguos alumnos te miren mal. Es mejor dedicarse toda una vida a algo que te divierte pese a no llegar a fin de mes, que pasarte un solo día trabajando únicamente por dinero.»
Esta fue mi manera bohemia de enfrentarme a la vida: corriendo.
Pero en el fondo me gusta la disciplina. Mi carácter bohemio necesita de normas. Así me atrevería a definirme, como un manojo de nervios necesitado de cinchas que me sujeten.
Me encanta ver a los cadetes de la Academia Militar de Zaragoza. Su lenguaje corporal y sus modales son propios de personas educadas y respetuosas hasta el extremo. Me hubiera gustado hacer la mili, supongo. Gané un año de mi vida (así lo interpreté entonces) y quizá correr me ayudó a mejorar esos aspectos que, se decía entonces, eran muy interesantes para la juventud: someterse a un horario, a unas rutinas de higiene, a una obediencia, a una lealtad.
Un plan de entrenamiento exige mucha disciplina. Es lo más parecido a una vida cuartelaria. Y supongo que la imagen de un cuartel (nunca he estado en uno) es la antítesis de una supuesta libertad. Aunque los cadetes que frecuento no me parecen nada amargados por ello. Se les ve felices en su papel de subordinados reclutas.
El otro día leía un texto en el que se explicaba que ser uno mismo era un pésimo consejo. Porque tendíamos, y eso si que era bueno, a autoregularnos para dar nuestra mejor versión. El engaño era lo que hacía que el mundo girase y todos, de alguna manera, llevamos una máscara. Más allá de una autenticidad discutible, debemos de dar sinceridad a nuestros actos para que nunca desacrediten nuestras palabras.
Quizá, entre los corredores de hoy en día, se dé el caso del que dice que su vida es un tanto bohemia. Queda bien decirlo. Que si unas jarras por aquí, que si un trasnoche por allá, que si como todo lo que se me antoja, que si helados en verano, que si bollería en invierno. Todos hemos cometido excesos de vez en cuando, no todo va a ser disciplina y privaciones, pero si se convierte en la regla general tendremos que olvidarnos de progresar en los registros y en las sensaciones de ligereza y facilidad al correr. Tenemos la obligación, si queremos progresar, de engañarnos en mitad de unas series, en mitad de una competición para que el mundo siga girando. El atletismo es así, las privaciones y la obediencia a un plan previamente marcado tienen el sabor de lo genuino y auténtico.
Hola Juan.
Yo no te llamaría INÚTIL. Para mí has sido un regalo. Alguien en quien fijarme para seguir adelante haciendo lo que nos gusta sin venirme abajo. Gracias por tanto sin pedir nunca nada a cambio. GRANDE JUAN.
Gracias amigo.